Las cosas por su nombre

Estaba soñando con dibujos animados cuando empecé a oír voces. "Dolores, Dolores". A mí nadie me llama Dolores a menos que tenga una buena razón y un seguro de vida y no me apetecía nada despertarme. Entreabrí los ojos un segundo para adivinar dos siluetas vestidas de blanco que apenas destacaban delante de la pared.

- ¿Sabes dónde estás?
- [con los ojos todavía cerrados] Hospital Carlos III, calle Sinesio Delgado número 10.
- ¿Código postal?
- No sé...

Las enfermeras empezaron a reírse y me pidieron que abriera los ojos para no desmayarme otra vez. Recuerdo la sensación de angustia, el paladar seco, el zumbido previo que ahora persistía. Sólo quería quedarme allí durmiendo y despertarme en mi cama. Mierda, me dije, tenía que haber pedido que me la pusieran tumbada, en lugar de ir de digna. Hacerse la valiente no engaña al subconsciente. Y encima me toca volverme sola al trabajo (viva Radiotaxi) y no llegar a casa hasta las seis de la tarde. La sucesión de los hechos fue la siguiente: dar el volante de la Hepatitis A, subirme a la silla de dentista, ver la aguja de 5cm (no sé si la vi o me la imaginé), poner el brazo derecho, tenerlo tan tenso que me tuvo que agarrar con la mano un trozo de carne mullidito para ponérmela, bajarme de la silla; esperar fuera 20 segundos para que me diera mi cartilla de vacunación especial... volver corriendo, con el tiempo justo para sentarme en la silla y anunciar lo inevitable: "perdona, me voy a desmayar", y plof. Alucinante cómo con el paso de los años acierto a reconocer el instante inmediatamente anterior a caerme redonda. La fuerza de la costumbre.

Llamémoslo aprensión. Me encantaría poder afirmar con conocimiento de causa que se trata de una reacción física al dolor, una bajada de tensión, de azúcar de potasio. A mi cuerpo no le guste que le inoculen sustancias o le extraigan sangre gratuitamente, pero está claro que a mi mente menos.

Me estuvieron abanicando 20 minutos e intentaron distraerme contándome historietas sobre sangre y cobardes y preguntándome por mis romanas y la pulsera-metro de Sara. Según su propia metáfora, la enfermera maja dijo que cada 5 minutos mi cara pasaba del color naranja al color blanco de mis gafas bicolor. Colacao, napolitana, y al taxi.
Las náuseas duraron toda la tarde.

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